martes, 20 de noviembre de 2007

Escupir, un vicio ilegal

Tengo una extraña manía, me encanta escupir a la gente a la cara. De verdad, disfruto un montón con ello, porque noto como me relaja y me alivia las tensiones. He intentado superarlo muchas veces, pero cuando veo una cara delante, al final no puedo resistirme y caigo en la tentación. Lo más divertido, es que mis victimas no pueden hacer nada por defenderse, pues para cuando se quieren dar cuenta, un hilillo de saliva recorre su rostro, caminando lenta pero inevitablemente hacia su camiseta. Esta lúdica actividad, se vuelve realmente entretenida cuando alguien previamente me ha confesado que lo que más detesta en el mundo es que le escupan. Entonces, procuro guardar una gran cantidad de líquido en la boca, antes de proceder a embadurnarle la cara con una maestría innata. Sin embargo, me encuentro con un enorme problema para la practica de esta sana (aunque un pelín asquerosa) costumbre, pues es ilegal, y puedo ser multado por llevarla a cabo. Es más, me jugaría un capuchino (que es algo bien rico y bastante asequible) a que si escupiera a alguien dentro de un bar, en menos de dos minutos habría dado con mis huesos en la calle (y con algún merecido tortazo de regalo).
Pues bien, me quejo. Me siento discriminado por la ley y por supuesto, por la tolerancia de la gente. ¿La razón? Muy sencillo, a mi no se me deja llevar a cabo mi al fin y al cavo inofensivo entretenimiento, mientras al resto de la población, se le permite mantener su mortal y pestilente vicio. Vamos, que pueden “aromatizarme” impunemente con el humo de su tabaco. Fijaos hasta qué punto llega el agravio comparativo, que se consiente antes el ejercicio de una actividad dañina para la salud publica (a la par que asquerosa) antes que algo dañino para la moral, pero inocuo para la salud (aunque vale, asquerosa también). Pongámonos en situación, para comprender el alcance de este absurdo. Yo entro en un bar (y no del que me han echado antes) y me siento en la barra, hasta aquí todo normal (exceptuando el hecho de que una maloliente y molesta cortina de humo me impide ver la decoración del local con claridad y mis ojos se quejan amargamente en forma de lágrimas). Me pido un capuchino (el que previamente he ganado con vuestra apuesta) y cuando me dispongo a disfrutarlo, un chico (o chica, que aquí igualdad para lo bueno y para lo malo) se me sienta al lado y se enciende un cigarrillo (obviamente, ni se molesta en preguntarme si me molesta que fume, me ahorra el esfuerzo de responderle dando por hecho que no me importa…). Yo le pongo cara de estar a disgusto, pero parece que en su poco desarrollado cerebro mis gestos no tienen efecto, (tal vez sea ciego, hay que contemplar todas las posibilidades) y acaba echándome el humo a la cara. Lógicamente, espero un reproche generalizado por parte de los presentes, pero cual es mi sorpresa, que todo el mundo sigue a lo suyo, como si nadie hubiera reparado en la terrible falta de respeto de la que he sido victima. Aún anonadado, y tratando de evitar que otra nociva bocanada acabe en la cara de tonto que se me ha quedado, le pido amablemente que no me eche el humo del tabaco, que me molesta. Comprenderéis que mi asombro es mayúsculo cuando el sujeto, lejos de disculparse, me dice que no sea tan borde, que no es para ponerse así, y para colmo, los mismos presentes que había permanecido impertérritos hasta ese momento, le dan la razón (el mundo al revés, se protege antes al maleducado que al educado, así nos va…). En fin, desesperado ante tamaña injusticia, decido que yo también quiero disfrutar un poco, y le suelto un escupitajo en su jeta simiesca. ¿Resultado? Acabo en la calle antes de adivinar de donde ha venido cada uno de los insultos y castañazos.
Analicemos lo ocurrido con detenimiento. Durante el tiempo que he permanecido al lado del sujeto, un tercio de los efectos perjudiciales del cigarrillo que se ha fumado, me los he tragado yo, aumentando de forma considerable mis posibilidades de contraer varios tipos de cánceres, problemas respiratorios, y diversas formas de morir en general. Por supuesto, para no olvidar lo ocurrido, comprobaré al llegar a casa, que mi ropa huele a autentica tasca de pueblo (y no porque huela a chorizo y queso precisamente), y que airearla durante horas se revela imprescindible. Por otro lado, el sujeto al que yo he escupido, a sentido los efectos del escupitajo durante los exactamente 15 segundos que ha tardado en coger una servilleta y limpiarse la cara. Os puedo asegurar, que en el futuro no le quedaran secuelas físicas del incidente, y por supuesto, que el día en que un forense certifique su muerte, no determinará jamás que la causa fue un escupitajo (yo más bien diría que las causas apuntadas sería, en un alto grado de probabilidad, los efectos de esa droga que todos conocemos, y que el gobierno permite que se consuma a mayor ritmo que los caramelos).
En fin, aún así voy a mostrarme tolerante con esos pobres idiotas que consideran que Philip Morris, y demás amigos del tabaco no están suficientemente forrados, y desean seguir engordando sus incalculables cuentas corrientes con sus Euros, y lo que es mucho peor, con su salud. Yo aceptaré que se me siga impidiendo escupir a la gente con la condición innegociable de que al menos, en los sitios cerrados como bares o similares, se prohíba terminantemente fumar. Que estoy de acuerdo en que ellos no tienen porque “tragarse” mis escupitajos, pero dad por hecho, que yo no tengo por nada del mundo que soportar sus malos humos. ¿Acaso no es justo?

1 comentario:

Unknown dijo...

Yo soy fumador. A mi lo que me jode igual el humo de los sitios, pero es una manera quizá distinta la que tengo de fumar. Si el ambiente está cargado, da por culo, y teniendo en cuenta el olor a CRAP con el que queda la ropa, apaga y vámonos. Pero tampoco me acaba de molestar tanto como me molesta el mal aliento de la gente. JODER, en serio no puede ser tan dificil, tiene solucion. Lavarse los piños, no beber 20 litros de cerveza por hora... son ejemplos.

Un saludo.